
Se ha abierto la tierra, sin pudor, enseñando con violencia sus rojas y crudas carnes, mostrando que sólo es un frágil montón de huesos que apenas se sostiene. Y en su imaginado viaje verniano, ha emergido una bestia de fauces fieras y acolmilladas, tan invisible como voraz, y se lo ha tragado todo, como si fuese una planta carnívora y los humanos, entre desgarrados gritos de dolor desbocado, su único sustento.
La muerte se desparrama con exceso, sin aviso previo, allanando ese oriental remanso de paz, decapitando sonrisas, destrozando corazones, matando amores nacientes, arruinando sueños. En una mano otra fría mano, helada como el alma, sin habla, sin respiración, muerta. Y así son cientos, y son miles... insignificantes como nuestra propia vida.
Se mueve, se mueve la tierra bajo nuestros pies. Se levanta arisca y salvaje, destrozándolo todo en su cruel baile, abriendo tumbas de muerte a cada paso, sin la sombra serena de los cipreses, sin flores que adornen su efímera espera. Y el sol se esconde avergonzado, sus rasgados ojos en llamas, sofocado su calor por la ola de destrucción, hundido para siempre en un ciego eclipse.
Días de destrucción... y días de poesía, porque la vida, recuperada del golpe, quiere seguir viviendo. Y los llantos son ahora lágrimas de alegría fundidas en abrazos eternos, y los ojos se clavan con desesperación en un horizonte mejor, y hasta el mar, arma de destrucción masiva, juega a columpiar las olas como si no hubiese pasado nada. Y amanece, amanece cada día, y parece que el tiempo huye hacia delante, horrorizado por su pasado, esperanzado con su futuro.
Versos que cantan sin grandeza, amores que sólo aman el presente, con locura. Días de poesía... de rimas floreciendo en los jardines japoneses, de rojos atardeceres tumbados sobre la arena, de labios que se devoran a cada segundo, de cuerpos que se unen de nuevo con placer, de recuerdos de muerte que quieren caer en el olvido.