
Me he sentado a esperar, sin prisa. La mirada perdida y la mente en blanco, la piel insensible y el corazón frío, nada que hacer. La soledad, mi amor eterno, me ha cedido gentil un asiento en primera fila, donde mis ojos se acomodan para llorar cada minuto pasado y comprueban sin remedio que el pasar de mi vida es un desfile de causas perdidas.
Tengo la vista cansada, agotada de escrutarlo todo con la inútil esperanza de encontrar una respuesta, de encontrarte. Y las horas muertas se me van tras tus besos, huyendo de la realidad que me hiere cada amanecer, portando a hombros mi corazón inerme, volando hacia un destino inesperado.
El tiempo muere sepultado entre mis dudas e indecisiones y, después, reducido a un puñado de arena que sopla el viento, corre sin ser visto. Y en su viaje invisible choca con todo y cambia los amores de lugar, como si la vida se viviese al albur de sus caprichos, como si la muerte esperase siempre a su señal, como si su preciado valor en oro no fuese más que una burda artimaña con la que enterrar en paz a tantas almas resignadas.
Y no, no hay tiempo para más. Y de su paso apenas quedan huellas en mis plateadas sienes, en las cicatrices de mi corazón rasgado, en las arrugas de mi deseo marchito. Se mueren, se mueren las horas de soñar imposibles, se mueren de pena.