sábado, 8 de septiembre de 2018

Una noche de verano


La única forma de poder dormir aquella noche era encima de la cama y con las ventanas abiertas de par en par. Boca arriba y con el torso desnudo, él sintió con alivio cómo una pequeña ráfaga de aire se arremolinaba alrededor de sus pies. La habitación dormitaba en la penumbra, únicamente perturbada por los reflejos de las luces de neón que penetraban por el ventanal. El riguroso calor estival le mantenía despierto cuando la madrugada rompía las primeras horas. 

Ella también yacía encima del lecho, sin más ropa que un camisón de seda que lo justo acertaba a cubrir sus exuberantes formas. Tampoco era capaz de conciliar el sueño y, por un momento, vio cómo sus delgadas manos cedían ante la tentación de recorrer arriba y abajo el musculoso paisaje humano que tenía ante sus ojos. Sucumbir ante esa piel tersa y brillante no era un desafío muy fuerte. 

También por un laberinto de curvas trataba él de hacerse camino. Sus dedos se habían convertido en exploradores que lo escrutaban todo, viajando desde los más recónditos valles hasta las dos cumbres puntiagudas situadas al norte de su orografía. Las gotas de sudor que afloraban en el cuerpo de su compañera facilitaban sobremanera el ir y venir de su tacto que, por momentos, se volvía loco. No había forma de parar. Ya era demasiado tarde. 

Horas después, el alba le sorprendió abrazada a la almohada, en la soledad de siempre. El parte radiofónico de las 8 le hizo ver a él también que todo había sido un sueño, el sueño de una noche de verano.

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