
Encerrado en mí mismo, empapada mi alma de nostalgia, ciego de tristeza, haciendo oídos sordos a tus cantos de sirena... sólo los débiles latidos de mi agónico corazón me acompañan. Y, desnudo en la fría noche de mi amor, vivo apagándome, poco a poco, sin pulso, sin ruido.
Déjame que enferme de soledad y que muera por no haber querido vivir. No, por favor, no quiero que tu sonrisa seque mis lágrimas, déjalas que sigan alimentando ese inmenso océano que nos separa. Y permite que mis penas se ahoguen en el oleaje de tu infinito olvido... mascando la tragedia, resignadas a su suerte, sin auxilio.
Y no, no llames a mi puerta. No estoy. Búscame en el camposanto de los poetas tristes, al pie de los cipreses, oculto entre las malas hierbas, sepultado sin flores ni grandilocuentes epitafios en mayúsculas, condenado al ostracismo de una vida eterna. Y si me encuentras, no soportaría plegarias ni sollozos, ni leer en tus sensuales labios los crueles ‘tequieros’ que me han enterrado en vida.
Duele, duele mi amor por ti, duele tanto que ya no siento nada. Y cada día sin tu presencia es una puñalada criminal, un disparo seco en el pecho de mi desgarrada existencia. Más la herida tantas veces horadada ya no tiene sangre que derramar... salvaje hemorragia que reventó los diques de mis sueños, charcos de indiferencia en los que yace exánime mi corazón, sin querer, sin resuello.
Traen los vientos el susurro de tu aliento y los rayos del sol posan en mis labios el recuerdo de tus cálidos besos, pero mis ojos se cierran en la niebla que me envuelve... Y callo, callo porque ya no soy dueño de mis palabras, callo porque mis versos me hieren hasta la muerte, callo porque son mudas las rimas de mis poemas. Perdona, perdona mi silencio, en silencio.