
Cerré mis ojos. No podía ser verdad, era todo una pesadilla, un viaje a ninguna parte. Las ilusiones desperdigadas en la maleta, el sudor a flor de piel tras una carrera hacia el vacío, la mano sujetando el sombrero para evitar su huida, el largo gabán suelto y a punto de perder un botón descolorido ...
Me llevé la mano al rostro. Todavía estabas ahí, un rastro de perfume delataba tu presencia, más real dentro mi alma rota. Te dejé atrás, mis labios posándose levemente sobre los tuyos, sin tocarse casi, sin decirse nada. Y con el dolor como equipaje salí a buscar un yoquesé, partí hacia la nada ...
Las luces apagadas y el silencio dueño y señor de la vieja estación. Sin rastro de la algarabía del ir y venir de viajeros, sin noticias del traqueteo de las maletas arrastrándose hacia una nueva oportunidad, sin el cálido ruido de abrazos de bienvenida, sin el llanto desconsolado de los que ya no se van a ver más ...
Ahí me he quedado, de pie, inmóvil, mirando al andén, con el corazón frío como la noche. Abro los ojos para no ver nada, mi reloj se ha parado, se fue el tren, nadie me despide y nadie me espera, solo, viejo ...