sábado, 13 de febrero de 2010

Gimnasia literaria

Sin miedo a las molestias del día después, tras mucho tiempo sin aplicarme al ejercicio, me enfrento de nuevo al teclado de tartán reluciente, a los pesados diccionarios que tonifican los músculos de mi discurso, a los estiramientos que flexibilizan las neuronas en su afán de que las frases lleguen un poco más lejos, a la colchoneta de papel en la que caen algunos versos olvidados ... al sudor de gotas de literatura que habitaban en mi interior.

Sin duda, todo es cuestión de practicar, de calzarse el lápiz a diario, de hacer frente con tesón juvenil a la pantalla en blanco. Porque las letras no se ponen en un orden porque sí, porque ellas mismas sepan cuál es su lugar y con quiénes deben juntarse para tener un significado u otro. Cierto es que a veces son caprichosas, sí. Y que en ocasiones, quién sabe por qué, provocan un desliz que, si bien nunca es dramático, te deja con el culo al aire. Y entonces uno recurre a la famosa fe de errores, a los duendes de la informática y al donde dije digo, digo diego para explicar un nosequé que a nadie le importa.

A las letras hay que enseñarles el recorrido y, aunque ya se han acostumbrado a las mismas compañeras para viajar en algunas palabras, es mejor no dejarlas a su libre albedrío. Se pierden en desvaríos sin sentido y no llegan a ninguna parte. Un texto a medias no dice nada, quiere decir pero no dice nada. Y la disciplina es vital para llegar a la meta del punto final porque antes hay que salvar muchos obstáculos como la falta de inspiración, el vértigo de la hoja desierta y todo tipo de dolores literarios propios de una evidente baja forma.

Como si fuera uno más de esos atletas ocasionales que corren por las cartas al director de los periódicos, he hecho el propósito de ir al gimnasio de las letras. Ya puedes ver que he empezado, pero las dichosas agujetas no me dejan acudir cada día. Podría quemarme si no dosifico mis esfuerzos. Es cuestión de tiempo ... y de mucha gimnasia.

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