lunes, 1 de marzo de 2010

Muerte en el ascensor


Ahí estabas tú, recostada sobre la pared acristalada del ascensor, iniciando, tal vez, un viaje hacia el infinito. Eran las 5 de la madrugada de otro día de invierno, y ya eran muchos seguidos. Sin embargo, el frío me dolía más en el corazón. Hacía apenas una hora que me habían avisado, acudí en cuanto pude ... pero ya era tarde. No llegué para ver tus vivarachos ojos negros, tampoco para llenarme con tu sonrisa inocente, la de una niña pillada en una travesura eterna.

Te sujeté con fuerza nada más empezar nuestro descenso desde el séptimo piso. No sé por qué, era inútil prever que te fuese a ocurrir algo peor, pero mi mano se agarró al sudario blanco que te envolvía. Al otro lado de la camilla puesta en pie, te flanqueba un hombrón acostumbrado a tratar a diario con la muerte. Nadie hablaba ... para qué. Y el silencio de la noche y de tu primer amanecer sin vida bajaban con nosotros hacia la calle, hacia el furgón negro que te aguardaba en doble fila.

En aquellos segundos interminables, te vi de nuevo alegre y vital como eras, probé contigo esas pastas anisadas que amasabas con tus dedos torcidos, nos reimos juntos de tus ocurrencias y de tus expresiones ... vocabulario de un pueblo que vivió con pan negro y tocino después de una guerra sin sentido. Te imaginé bajando al río con los brazos en jarras, el canasto de la colada en la cabeza y tu verbo inextinguible.

Enfilamos las últimas escaleras y al franquear el portal sentí el golpe del invierno en mis mejillas. El camión de la basura se había detenido respetuoso, con su faro giratorio alumbrando de naranja la crueldad del momento. Jamás te gustó ser protagonista, te fuiste en la soledad de la noche, yo mismo te metí en el coche fúnebre. Y mientras te perdías en el horizonte para no volver lloré sin lágrimas.

Ana Macaya, In Memoriam, luchadora de la vida y abuela.
Imagen tomada de Rafael Fernández Jaén.

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